viernes, 27 de agosto de 2010

¿Me explico?

viernes, 27 de agosto de 2010
GUILLERMO BLANCO (1926-2010)

Hacia segundo año de mi pregrado en la Portales, los profesores del área periodística se las arreglaban para humillarte en público. Agarraban tu trabajo, muchas de las veces pésimamente mal reporteado, y se reían de ti enfrente de los demás. Varios de nosotros pasamos por ese insorportable rito de pasaje, incluso a sabiendas de que el prestigio de los profesores era cuestionable (uno de ellos mandó imprimir el titular de que ganaba el "Sí" en La Nación el 6 de octubre de 1988).

El escenario era propicio: la Portales era privada, los profesores eran de las escuelas tradicionales y pensaban que por haber entrado con promedio de 660 en la prueba éramos idiotas. Nos examinaba la Chile en ese tiempo. No había autonomía.

En ese moderno sistema de pedagogía universitaria, los favorecidos solían ser los mismos que en una clase de matemáticas: tres o cuatro alumnos aventajados que escribían muy bien se llevaban toda la atención. Adicionalmente, las 4 minas más ricas del curso (y había más de 4 en ese tiempo) , independiente de sus talentos y limitaciones, se convertían en la degustación adicional para corregir con minucia sus bodrios, con el propósito real de mirarlas hacia el vértice de sus turgencias.

Mi prontuario no era feliz al entrar a tercero: reprobé un ramo de periodismo informativo porque entrevisté al alcalde cuando el profesor me había pedido todas las fuentes menos un alcalde. También me eché otro de redacción periodística porque yo le porfiaba al monstruo de los besos que tenía adelante: un ser despreciable que le cuneteaba los besos a todas las minas y que finalmente huyó impune frente a una denuncia de acoso sexual, cuando eso no estaba en el menú de la ecología de las relaciones. Además, no sabía escribir (Ojo, en la Andrés Bello puede que aún sepan de sus bondades).

A solas por los pasillos de la escuela pensaba que yo no era ni alcanzaría a ser Mundt, Sabella u otro de los mártires de la profesión. Ni siquiera sabía si consumiría tanto alcohol al final de mi vida, pero esto de escribir como el orto me tenía bastante entristecido.

Me atrasé un año, para jolgorio de mis padres.

No era buen alumno, pero tampoco era malo como para cambiarme a Ingeniería Comercial o Técnico Informático. Eso pensaba todo el tiempo: "no soy tan malo, no puedo ser tan malo".

Así llegué a la sala la primera clase con Guillermo Blanco. Un profesor que era famoso, porque al menos todos habían leído "Gracia y el Forastero". Las opiniones en la Escuela se dividían: que era el verdadero formador de nuestra generación, o que forzaba a escribir de una manera cándida, sin fuerza, sin traicionar un molde.

Antes que eso, y este detalle es relevante, había asistido a su taller de cuentos, ahí mismo en la Portales, estando en primer año. Como mis notas no eran buenas, preferí pagar por un taller de cuento, frente al riesgo de no tenerlo en el pregrado. Mi abuela María, ese año, me había dicho: "hijo, qué quieres para tu cumpleaños". Y yo le respondí: "Abuela, quiero que me pagues un taller de cuentos". Ella, que nos obligaba en vacaciones de invierno y verano a escribir algo, lo que fuera, todos los días, cinco líneas como mínimo, encontró que la idea era increíble.

En el taller de cuentos de Guillermo Blanco llegaba de todo, en términos de edad y propósito. De todo ese racimo de animales, la única verdaderamente talentosa era Alejandra Costamagna, que a la postre se transformó en escritora. Todavía recuerdo uno de sus cuentos: "Y el Hambre era de Papel".

Ahí, el profesor Blanco mostraba su cualidad más extraordinaria: no importaba qué basura le mostraras, cuán asqueroso era lo que te atrevías a escribir. El tipo tenía paciencia. Lo leía contigo, lo comentaba y, lo mejor de todo, escarbaba hasta dar con algún mérito. Y te lo decía. Te lo explicaba.

Al final de sus consejos para mejorar ese cuento con cáncer terminal, te decía: "¿me explico?"

"Sí, profe, gracias, lo entiendo súper bien", le decía yo.

Dos años después, luego de todo mis fracasos periodísticos, me vio entrar a la sala y me saludó afectuosamente. Y debo constatar, como todos los que dicen pasaron por su sala alguna vez, que aprendí a escribir mejor. Que mesuré mis adjetivos y que agarré la gracia de apegarme a las pequeñas historias más que a las grandes.

En las columnas, el profesor Blanco era amable. Adjuntaba escrito a máquina un comentario cuando te entregaba la nota. El cuerpo de tu trabajo tenía observaciones desde su pluma fuente, pero solía no invadir tanto el texto. Le gustaba más mirar desde fuera, desde el resultado final.

En los reportajes, que eran más distanciados, el tipo era más severo. Pero se daba la misma maña. Luego te acercabas a ampliar las recomendaciones que hacía y finalizaba siempre preguntando: "¿Me explico?"

Si bien entiendo que su persona, su increíblemente empática persona, no tiene nada que ver conmigo, creo que me hice profesor por su culpa. Su visión de la pedagogía era sencilla y de una claridad envidiable. Se adaptaba al estado de ánimo y al autoestima de todos sus alumnos. No se vanagloriaba de nada, ni de sus triunfos, ni de sus reconocimientos.

La única vez que lo recuerdo hablando de algo suyo fue una vez que dijo "me voy a morir estudiando a Unamuno".

Guillermo Blanco te escuchaba, te aplaudía, y siempre había sentido del humor en sus clases. Tampoco abusaba del discurso. Prefería hablar lo justo, recoger ejemplos meritorios y luego la preguntita, su única muletilla, con su voz raspada y de volumen bajo, una pregunta que lo retrataba por completo: "¿me explico?"