viernes, 8 de octubre de 2010

Lenny Kravitz en Chile (Comentario aparecido en el libro "Concierto Visual" del fotógrafo Juan Pablo Quiroz)

viernes, 8 de octubre de 2010

Cuando Lenny Kravitz actuó en el coliseo principal del Estadio Nacional, el miércoles 9 de marzo de 2005, comenzó a hacerse popular esa zanja de la desigualdad que proponía dividir la cancha en un sector general y otro vip, con una ostensible diferencia de precio en el ticket. Quizás por eso mismo, la actuación de Kravitz, apoyado por el lanzamiento de un disco de menor cuantía titulado Baptism, tenía un sabor extraño, contenido, contemplativo: sería que había sillas y que ese público privilegiado era bastante adulto y acompañado de muchos cabros chicos.

A media tarde, en la prueba de sonido, Kravitz se bajaba enfurecido desde el escenario, y caminaba libremente hacia la mesa instalada en la cancha para discutir airadamente con su sonidista. No podía haber mejor ingeniero de sonido para la ocasión: la presentación sonó como cañón, incluso para los relegados en la cancha general: una hilera de bocinas y altoparlantes a la altura de las cabezas apoyaba las cajas verticales.

Pero un par de horas antes de esa reunión religiosa se vivían momentos de nervio. La industria musical comenzaba a sufrir sus primeros síntomas de decadencia y los personajes que administraban el negocio del moreno músico vigilaban y registraban cada caseta y lugar del Estadio Nacional para evitar que alguien se hiciera el vivo grabando el evento. Hubo un incidente con las cámaras de vigilancia del estadio. El manager de Lenny Kravitz las quería apagadas. El coronel de Carabineros a cargo de la seguridad decía que si le apagaban una pantalla el espectáculo se suspendía. Ya había cerca de 35 mil personas en el recinto.

En esos momentos, Kravitz se sacaba fotos con un grupo de personas que había ganado concursos en diferentes medios de comunicación para compartir unos minutos con él. Estrechó manos y se sacó fotos amablemente, pero no se sacó las gafas.

El espectáculo fue cercano a la perfección. Lo más cercano a un ceremonial, pues Kravitz invocaba entre canción y canción su admiración y amor por Jesucristo y reproducía sobre el escenario un ritual de agradecimiento, convencido además de que todo este público extraño, que llenó el Nacional, estaba en la misma. No abusó del material desconocido, dosificó los estilos, la sensualidad y la carga sonora. Los que vinieron se llevaron consigo la gran colección de grandes éxitos por la que pagaron un precio alto y por la que obtuvieron del artista, inadvertida y totalmente gratis, algo parecido al bautismo.