Me encuentro en la pizzería La Esquina, justo enfrente de la parroquia del centro, lugar donde además tienes que llegar en caso de un tsunami. Es domingo, son las 4 y media de la tarde, y ahí están algunos turistas sentados comiéndose una vegetariana, un par de lugareños compartiendo una napolitana, y yo, en el mesón interior (no quedan mesas) zampándome una individual con fondos de alcachofa, mucho ajo, rúcula y un queso más bien desabrido.
Lo más expresivo de esta escena, sin lugar a dudas, son cinco perros de distinto tamaño, pelaje y color, que se sientan en sus cuartos traseros a esperar algún bocadillo. Son encantadores, amistosos. Mueven la cola y agradecen las caricias tanto como los sobrantes.
Enfrente de mí, un chico de unos 30 años está con codos encima y con la vista perdida. El cocinero había echado mi pizza al horno y su turno se acaba. La mujer que está con él tras el mostrador le dice que se vaya, que ya está, que ella se hace cargo. Ella, de lindo tostado, aunque con el pelo teñido, le habla al que está a mi lado, echado, cansado. Lo hace en castellano:
“¿Tú estás listo ya?”
“Hace rato”, responde desganado, “justo mi día libre hoy… no sé qué hacer en mis días libres”
“Ayúdame”, dice ella con naturalidad, “los franceses de afuera no tienen servicio ni servilletas”
El tipo se resigna y hasta se entusiasma:
“Ok, ahí voy”, y se levanta.
La mujer me mira y me pregunta:
“¿Está buena?”
“Maravillosa”, le digo sin mentir. Tenía un hambre de caballo y la masa es delgada y crujiente como debe ser. Me permito no comentar lo del queso desabrido.
Ella sonríe, pero luego se abstrae en las tareas de la cocina. El cocinero que había salido del turno pide un taxi por teléfono y llega a los 40 segundos. Se marcha. Los perros lo siguen y le ladran felices.
Pago y salgo. Casi no hay negocios abiertos y no anda gente en las calles. Debe ser la lluvia. Hasta hace un rato se había dejado caer un aguacero de acabo de mundo, esos que sumergen Santiago en la tragedia. Acá el agua circula nada más y más de alguien camina con ropas livianas bajo el chaparrón.
De hecho, el fútbol de los domingos, que se juega en la cancha principal del centro de la ciudad, enfrente a la caleta de pescadores, no se suspende. Ahí están, naranjas y rojos disputando un partido que es un barrial. La pelota anda muy loba y los que sufren más son los defensas. Un par de horas antes, justo en la entrada del colegio donde se hace el Rapa Nui Film Festival, me encuentro con un lugareño que lleva la polera de la selección de fútbol local:
“¿Eres de la selección?”. Creo que lo único que quiero verificar es si los pascuenses son lo hoscos que sostiene el estereotipo.
“Sí, delantero”, me dice. Sus rasgos son bellos. Tiene la piel muy tostada, no es tan alto, pero su estado físico es envidiable. “Igual fuimos la vergüenza con el Colo la otra vez. Pero pudo ser peor. Además, qué tanto Colo Colo… son ahí no más”.
“¿Hay liga acá y todo?”
“Sí, hay como 20 equipos diferentes, todos de fútbol. Nosotros jugamos ahora en unos minutos. Anda a vernos. ¿Tú juegas?”
“Me entusiasmo y lo hago a veces, pero soy medio queso”, le digo.
Se ríe, reflexiona y me aclara:
“Yo no sé qué haría si no tuviéramos fútbol. Acá en la isla todos los domingos es sagrado. Uno se vuelve medio loco con lo tranquilo. Pero hay lindas oportunidades. Ahora cuatro selecciones se van al campeonato polinésico en Tahiti”.
“¿Cuándo es eso?”
“Fines de junio, principios de julio. Nos va bien. Allá los tontos son malos. Mucho físico, pero nosotros tenemos más técnica, con pelota al piso”.
“El fútbol chileno funciona así”, le digo intencionalmente.
“Claro, ¿de qué te sirve ser un gorila?”
“Oye, pero, ¿has venido al festival de cine?”
“Estaba ahora dentro con mi hija, pero está demasiado caluroso y tuve que salir”.
“¿Estás casado?”.
“No, los pascuenses no nos casamos. Puro amor pasajero no más”.
“¿Cómo es eso?”, le pregunto intrigado.
“Muchos amores… ¿cierto tía?”, le pregunta a una mujer mayor que va pasando por el lugar.
“Pura calentura”, dice la tía y luego agrega algo en la lengua local y se ríe.
“¿Se aburren mucho acá?”
Su vista se distrae con algo a mis espaldas. Me vuelvo. Es una chica del continente, con ropas livianas. Muy mina.
“¿Qué te estaba diciendo?”, me dice.
“Hablabas del amor, de que no se casan y te pregunté si se aburren”.
“No, no se puede casar uno. Yo tengo a mi hija y la amo, pero el matrimonio no es pascuense. Es que las mujeres… las de afuera sobre todo… qué te puedo decir”
Me queda claro que el mito de la calentura es real, pero que se circunscribe más a los hombres locales en relación a las turistas, muchas de las cuales vienen a lo mismo. De hecho, se les recomienda a ellas no circular después de que oscurece. El mito sostiene que pasan a caballo y que se las llevan. Conozco un par de amigas que se vendrían felices.
Nos despedimos e insiste en que los vaya a ver jugar.
Más tarde, mientras veo el fútbol, me percato que no soy el único foráneo entre el magro público, esencialmente compuesto de familias y amigos. Tres tipos que fuman, vestidos mucho más como continentales, hablan de Gustavo Benítez y de su incorporación a Palestino (“Pero la última vez Benitez vino a puro dar la casha al Colo po loco…”). Hacen chistes obvios y se ríen de los locales. Están apartados. Claramente son parte de la mano de obra que viene a trabajar en albañilería en la isla, especialidad que, según me dicen, es escasa, enfrente de las necesidades de construcción turística y de servicios básicos (se construye un hospital estos días).
Otro lugareño, uno que se dio cuenta de que yo venía desde la radio ADN, me dijo que lo peor que le pasaba a la isla estos días era que se había llenado de flaites:
“Usted, amigo, viene a aportar acá. La radio suya es del continente, pero yo la escucho a veces porque no se olvidan de acá, no nos vienen usted a quitar nada, amigo. Pero llegó un grupo como de 300 trabajadores del continente que son muy desagradables. Botan basura, hostigan a la gente cuando andan en grupo curados y nadie les puede decir nada porque sacan cuchillos, amigo”.
“Pero si hay algo muy pascuense, según me dicen, es que acá todo se arregla a combos”, le advierto.
“A combos es diferente. Estos tipos andan en patota”.
Sí, mi comentario es discriminatorio, pero real: el flaite ya llegó a Isla de Pascua.
Finalmente, entonces, identifico dos elementos muy importantes en el trato con los pascuenses. No les molesta eso de que Chile sea el país que está a cargo. Más bien les da lo mismo. Y en segundo lugar, el pascuense te saca la foto cuando llegas y te desafía un poco, te pone a prueba. Es para sacarte el rollo. A qué vienes. Cuánto estarás. Qué le aportas al lugar. Qué le puedes quitar.
Si pasas la prueba, son unos tipos entrañables, con un sentido del humor raro, con una preeminencia masculina que no es machismo, y el ritmo y relajo de una isla con un paisaje imposible.