lunes, 14 de enero de 2008

Enfermedades raras

lunes, 14 de enero de 2008
Esta semana agregaré una extraña hinchazón de las parótidas a mi lista de enfermedades y casos clínicos extraños. Si reviso el historial no tengo el perfil de una persona necesariamente enfermiza. Aún así, desde pequeño, he sido afectado por dolencias propias de un atlas de medicina más que por afecciones comunes.

Nunca me dieron paperas. No tuve hepatitis ni tifus (antes eran como comunes, hoy son fruto de comer con las manos llenas de caca). No se me encaramaron piojos, jamás. Hasta hoy, no neumonitis ni enfermedades graves pulmonares, aunque me resfrío con mucha más frecuencia (debe ser la mugre de la ciudad). No tuve pidulles ni ladillas. A pesar de haber participado en dos accidentes automovisísticos no tuve lesiones de consideración, y eso que los tortazos fueron de película. Una vez fui a esquiar arrendando un equipo viejo de quizás qué año. En la caída más notoria de la jornada las fijaciones no se abrieron y mi tobillo casi se parte en dos. Enterrado en la nieve enfrié la lesión. Tres semanas después se me olvidó y jugué a la pelota: estuve un mes enyesado.

Pero vamos a la lista de enfermedades raras (lindo posteo porque aún no me da una terminal, que si no esto se tranforma en un drama).

A los 11 años me salió una especie de poroto debajo de la lengua. Yo pensé que sería una inflamación producto de mi cercanía a la pubertad, pero sucedía algo muy curioso: crecía, se reventaba, y volvía a salir. Su tamaño variaba por la misma razón pero era poco más que una ampolla. Obviamente que al comienzo no hice caso, pero se lo mencioné a madre y ella, como buen médico frustrado, le tomó mayor atención. Nuestro pediatra de cabecera se manefestó incompetente y recomendó un cirujano especializado en niños. Cuando dimos con él, llegamos a su colsulta, sacó mi lengua con unas tenazas de metal y lo primero que hizo, antes de cualquier cosa, fue fotografiar mi lengua por debajo. Bromeó con que, quizás, me pagarían los derechos por el uso de mi papiloma sublingual, así lo llamó, en algún atlas de medicina. Supuestamente, era benigno.

Había que operar.

Todo bien. Anestesia total. Clínica Central, en la calle San Isidro. Estuve hospitalizado en rigor sólo durante una tarde para recuperarme de la anestesia (mi primera experiencia con los hachazos) y luego a la casa. Los puntos se caerían solos. No podía hablar bien, y mi hermano, un fanático de mi silencio, era el más conforme.

Tres semanas después, como un cuentito de horror, el papiloma apareció de nuevo, sobre la cicatriz de la primera operación. Mi mamá entró en pánico. Esto ya no tenía mucha cara de benigno.

"Pucha, no quise escarbar más profundamente. No raspé suficiente. Lo hago de nuevo", espetó el médico y por primera vez me dio susto realmente. ¿Qué chucha era eso de no raspé suficiente?

Claro. Despertar de esta segunda intervención fue más doloroso, más traumático.

Iba apenas conciente de mi alrededor, con mucho dolor de boca por los pasillos de la clínica, mientras me trasladaban del quirófano a una pieza y escuché decir por ahí: "mira mamá, ese niño se murió". Chucha, así era la muerte entonces. Con un hachazo más profundo.

La recuperación fue rápida, como la primera vez. Pero dolió más. El papiloma no salió de nuevo.

Una vez a los 18 contraje una fiebre leve, y se me hincharon los ganglios de la cara, por detrás de las orejas, como dos cototos pequeños. "No es paperas, estoy segura", diagnosticó mi mamá otra vez. Sin que hubiese una consulta médica mediante, ella se percató de mis andanzas de entonces. "Tienes mononucleosis", me dijo.

"Espero que no sea grave", le dije.

"Es la peste del beso". Creo que me sonrojé o algo así. A la semana, a mi novia de turno le dio también la malvada y evidente mononucleosis. Fue suave en ambos casos. Años después un primo estuvo con más de 38 de fiebre y en cama, por lo mismo.

La semana pasada se me hinchó la cara, por debajo del pómulo izquierdo, como cuando te golpean o como cuando una muela te deja la zorra. No me dolía. Nada. Me palpé las encías y no parecía tener nada. "No puede ser nada de dientes", le dije a alguien. Pero era rarísimo, porque la hinchazón iba en aumento, hasta que se me desfiguró un poco la cara un domingo. Combatí con antiinflamatorio común y conseguí ir a un dentista a primera hora el lunes para descartar cualquier urgencia. Todo esto era raro porque no me dolía nada, tan solo levemente.

De acuerdo con el dentista, que calificó el caso como extremadamente raro, se me hinchó la parótida izquierda. Podía ser por deshidratación o incluso por cálculos. Pero él apretaba y no salía saliva. La saliva estaba atrapada allí dentro. Me recomendó un nuevo antiinflamatorio y mucha agua. si en dos días no pasaba nada, había que ver un otorrino.

Mi mamá me sorprendió con un par de documentos acerca del comportamiento de las parótidas que encontró en internet. Eso me recordó la polémica que se armó hace poco en Estados Unidos sobre pacientes que están prefiriendo encontrar soluciones a sus dolencias en la web antes que consultar a un médico.

Bueno, cuando no podía ser más raro y la parótida izquierda volvió a su lugar, se me hinchó la derecha. Con el mismo comportamiento. Hinchazón sin dolor. "Un virus", me dije. Y me tranquilicé.

Pasó ya una semana y después de que la parótida derecha hizo lo suyo, no tuve más hinchazón. Otra más en mi historial de enfermedades raras.

miércoles, 2 de enero de 2008

La mejor cita de Julio Martínez

miércoles, 2 de enero de 2008
"No señora... no arregle su aparato. No es la televisión. Yo soy así".